Tendemos a creer que dependemos de otros para ser alguien. Creemos que separados de eso que nos hace sentir especiales, que nos complementa de alguna manera, no somos nada. Pareciéramos ser tan débiles que sin alguien con quien compartir nuestras alegrías y tristezas, sin alguien a quien escuchar, sin alguien que nos apoye… sin un amor incondicional o una palabra de aliento no podríamos seguir viviendo. Creemos que sin el amor de tal amante no existiríamos, que si los resultados de un emprendimiento no son los que esperábamos todo pierde sentido, que la vida carece de significado si sufrimos el abandono de tal o cual cosa. La realidad es que no, el mundo sigue después de haber perdido o de habernos vistos obligados a dejar de lado hasta lo más cercano a nosotros, ya sean personas, objetos o hasta sentimientos; el mundo sigue mientras lloramos y nos lamentamos. Ningún fracaso ni ninguna perdida acaban con la destrucción de todo nuestro universo y de todo lo que nos rodea, y por primera vez logramos ver más allá. Por primera vez nos percatamos de que el mundo no se detiene, sigue teniendo sentido después de que lo que considerábamos “lo peor” sucede. Lo peor, lo mejor, lo aceptable, la infelicidad, la felicidad, todo pasa a ser relativo. Perdemos algo pero estamos vivos, respiramos y miramos a nuestro alrededor. Todo sigue intacto.